
Ayer por la mañana leía en "EPS" un reportaje sobre el ruido y vinieron a mi mente los años pasados en el Penyafort (para quien no sepa de qué hablo, es la residencia en la que viví casi tres años). Uno de los factores que me hicieron abandonar mi acogedora habitación fue precisamente ese, el ruido. En un edificio en que todos éramos estudiantes y debía reinar la informalidad, más de una se empeñaba en usar tacones. El resonar de los mismos en los largos pasillos hubiera podido sacar de quicio a un sordo. En la biblioteca pasaba a ser una provocación: por favor, es un lugar de estudio y concentración, si queréis que los chicos levanten la vista para fijarse en vuestros respingones traseros, meneadlos en algún lugar público, o acariciad a los mancebos en una oreja para distraerlos de sus ecuaciones sin molestar al resto.
Otra cosa que me enfermaba eran los portazos. A cualquiera se le puede escapar una puerta, pero abundaban las bestias que las cerraban con un impulso capaz de generar un tsunami en la otra punta del planeta cada vez que entraban o salían de su cuarto. Aaaargh... pupaaaa.
Había tambien loros que tenían por costumbre charlar a gritos apoyadas en los umbrales de sus respectivas puertas, situadas a no más de diez metros entre sí. ¿Tanto costaba recorrer tan extenuadora distancia?
Finalmente, estaba el espacio de tortura por excelencia. El comedor. Obviando el embriagador aroma a frito y las exquisiteces ofrecidas en el buffet diario, estaba el alboroto. Las conversaciones en las pequeñas mesas redondas de cuatro plazas se desarrollaban a una intensidad sonora digna de una mercadera ofreciendo pescado. Por si no bastaba, el personal del susodicho espacio se esforzaba por hacer el mayor ruido posible al apilar los platos o meterlos en la máquina que los limpiaba.
En Finlandia son pocas las ocasiones en que mis oídos son maltratados. Pero no voy a poner este tranquilo país como ejemplo, me iré a otro lugar más alegre. Chile. Recuerdo la impresión que nos causó a mi madre y a mí (¡y eso que ella misma es chilena!) entrar en un restaurante en hora punta y que hubiera un silencio aparente. En realidad, animadas charlas estaban teniendo lugar en todas las mesas, incluída una grande repleta de hombres jóvenes. Simplemente, se habían limitado a sustituir los gritos por un tono de voz lo suficientemente alto para que lo oyeran los interesados, sin molestar a nadie más.
Escribo esto para invitar a reflexionar sobre el tema. A mí el ruido innecesario me resulta extremadamente irritante. A otras compañeras directamente les impedía dormir y al día siguiente no rendían bien, amén de la mala leche que conlleva el sueño acumulado. Diversos estudios corroboran lo que yo había constatado a ojímetro. A lo mejor nunca os habéis parado a pensar sobre esto, a lo mejor creéis que es cosa de maniáticos. Os aseguro que no. Si por atolondramiento solíais hacer alguna de las cosas que he mencionado, os ruego que a partir de ahora os fijéis un poco más. Por mi parte, trato de hablar o poner la música a un volumen suficiente como para que lo oiga el que lo desee, y nadie más; cerrar la puerta con cuidado; abstenerme de hacer percusión con platos y cubiertos y limitarme a taconear en lugares públicos no destinados al estudio. Como véis, nada que reste alegría a mi vida ;-)

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